miércoles, 21 de noviembre de 2012

Pasión en Venta


A los que saben este semestre he decidido "sentir el fútbol". De chica no me gustaba nada, recuerdo que era domingo y quería salir en la bici con mi papá y solo escuchaba el eco del mal sonido que daba la transmisión del futbol en la TV, pasó el tiempo y era el pretexto para jutanrnos los amigos, después fue más importante, ya que tengo un novio que aunque no le va a ningún equipo, no se pierde ningún partido "importante" de cuantas copas y ligas se atraviesen en el año; así que casi casi tenemos planear cumpleaños aniversarios, bodas, reuniones familiares, y hasta salidas en pareja alrededor del calendario del fútbol. Me parece fascinante ir al estadio, disfruto el olor, la ilimiación, la música, la comida, ver la diversidad de personas que por un día dejan de lado las fornteras sociales, la porra me pone la piel chinita, los cantos, me dan ganas de irle siempre al equipo local, pintarme la cara, corear con el alma. De veras que es pasión. Esto me motivo a "entrarle" y sigo en eso; ha sido sorprendente y he descubierto toda una cultura que va más allá de la que va al estadio cada 15 días. Pero ese sera tema de otro día... en este proceso me he topado con textos interesantes, pero esta parte ( la 3) de Pasión en Venta de Juan Villoro me dejó pensando bastante sobre en realidad quien es el que se la "rifa" en este mundo del futból, y me hizo sentir esa frutración de los barristas cuándo se sienten defraudados por un equipo por el que dan la vida: 

Habitamos un planeta inconstante donde los negocios varían de país en país. El Barcelona llegó al fin del siglo XX sin poner en venta su uniforme. Cuando al fin cedió a la tentación, buscó una causa social: la escuadra blaugrana recomienda en su pecho a la UNICEF y lleva en la manga un discreto logotipo del canal catalán Tv3. En contraste, los equipos mexicanos mancillan sus colores con un surtido para consumidores hiperactivos: en treinta centímetros de tela invitan a beber leche, viajar en avión, abrir una cuenta bancaria y hablar por teléfono.
Basta ver el uniforme de un equipo mexicano para saber que nuestro futbol está mal gestionado.¿Es posible que un jugador se identifique con una camiseta que es un catálogo de ventas? Para colmo, ser futbolista en el país del águila y la serpiente implica cambiar mucho de colores. En una liga donde el negocio fuerte está en los fichajes y las comisiones, y no en la obtención de títulos, el jugador es un nómada que pasa de una entidad a otra. “El amor es eterno mientras dura”, escribió Vinicius de Moraes. ¿Podemos pedirle al futbolista que profese amor eterno mientras dura su contrato?
Territorio del abuso y la especulación, el futbol mexicano vive para las ganancias rápidas. Los torneos cortos impiden el verdadero desarrollo del deporte. Cada seis meses se pone en escena la liguilla, show televisivo donde un equipo pretende ser el mejor, la lotería donde el octavo puede ser campeón. Esta organización subnormal rinde beneficios a los directivos e impide la consistencia de los jugadores.
Por desgracia, la injusticia no sólo afecta a los que van en la parte de arriba de la tabla y donde el superlíder llega a la liguilla con las mismas posibilidades que el octavo. Para administrar el desastre, se decidió acumular porcentajes negativos en la parte baja de la tabla. Como nuestro futbol es inconstante, el último puede salvarse del descenso si en la temporada anterior no le fue tan mal. Este sistema de delirio llegó a un punto crucial hace unos diez años, cuando los Tigres de la Universidad Autónoma de Nuevo León descendieron por acumular malos porcentajes y al mismo tiempo pasaron a la liguilla entre los ocho mejor situados. En aquel torneo podrían haber sido campeones y haber bajado a segunda división, incoherencia “made in Mexico”.
La falta de consistencia de nuestros equipos es tan grande que cuando los Pumas de Hugo Sánchez se convirtieron en el único equipo en ganar dos minitorneos seguidos, dieron la impresión de cumplir un ciclo mítico, una atadura de años de la cosmogonía azteca.
En un país donde las escuadras cambian de apodo, colores y ciudad según convenga al negocio, resulta injusto pedir al jugador la lealtad que él no recibe. 

Juan Villoro. Desde la cancha. 

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