lunes, 31 de diciembre de 2012

La velocidad de las bicicletas



Lo leía, lo leía y releía y fue hasta ayer que me entro por la venas este pequeño ensayo de Pablo Fernández: La velocidad de las bicicletas y es que después de 2 horas y media de recorrer la ciudad en bicicleta uno jamás vuelve a ser el mismo...
Los movimientos en pro de moverse en bicicleta tienen en su favor la razón. Tienen en su contra no sólo al dueño del Chevrolet que no quiere perderse el gusto de atropellar, psicológica y extrapsicológicamente a los peatones para llegar con su traje sin lluvia y sin sudor a la oficina de su estatus y otros compromisos igualmente rutilantes; también tienen en contra a la esencia misma de las ciudades modernizadas, que no es ni el hormigón ni el hacinamiento, sino una sustancia más huidiza: la velocidad, cosa que no tienen las bicicletas.
Cuando se descubrió la velocidad automotriz y se le elevó a rango de libertad individual, se tuvieron que inventar las distancias, los lugares a donde ir y algo que hacer llegando; desde entonces, no se va más rápido porque los lugares estén más lejos, sino que están más lejos porque se llega más rápido, así como no se va más aprisa porque se tengan más cosas que hacer, sino que se tienen más cosas que hacer porque se va más de prisa. La velocidad actual es de 50 u 80 kph, que es la que se cree que tienen los automóviles, pero en realidad no es la de los coches, que por amontonamiento, semáforos y dónde estacionarse, van más lentos. En rigor, se trata de una velocidad social, a la que corren las obligaciones, los deseos y las superficies asfaltadas, el trabajo, las ansias y el tamaño de las construcciones; de hecho, la mitad del estrés urbano se debe a que la velocidad de las prisas es mayor que la velocidad de los automóviles que las transportan. La acelerada es la ciudad, no los coches, como puede verse asimismo en el hecho de quienes no tienen coche a cambio tienen dos cosas: las mismas prisas y la necesidad de tener un coche.
La velocidad no reduce, sino que aumenta las distancias, extiende los espacios y multiplica los lugares, de manera que en bicicleta no se puede cumplir la agenda propia del ciudadano normal, que consiste en ir y volver; pero, entre tanto, detenerse a pagar, comer con, visitar a, darse una vueltecita por, reunirse en, andar hacia allá, de camino hacia acá. Los 20 lugares que se visitan al día son todos necesarios, queridos o importantes: el banco, los cuates, la tintorería, el súper, los niños, el cliente, la gasolinera, da lo mismo, el caso es que siempre se está a las carreras. Si la velocidad social fuera de 700 kph, la tintorería quedaría en Tampico. El movimiento de las bicicletas puede ser exitoso si es capaz de reducir la velocidad social, y ello requiere cierto radicalismo de omisión, porque ahora andar en bicicleta no es cumplimiento de una función de transporte, sino el arte de necesitar, no querer y no importar ir a donde no se pueda llegar. En bicicleta no se puede ir, y esto es una carencia; el arte está en convertirlo en que se pueda no ir, lo cual es un poder, el poder de hacer que la tintorería quede en la esquina.
La velocidad de una bicicleta es como de 15 kph. Reducir el transporte urbano a este índice no sólo significa hacerlo más económico y ecológico, sino ajustar las situaciones, actividades y tamaños de la ciudad a la dimensión humana, porque, genéticamente, el ser humano está hecho para vivir a 10 kph. En efecto, los sentidos de la percepción, y por ende la civilización, están diseñados para funcionar a velocidades de entre 5 y 15 kph, que es cuando se camina y se corre; a esa velocidad se puede ver, oír, sentir y razonar con detalle y atención lo que sucede al rededor, mientras que a velocidades más altas estas capacidades se atrofian, y ya no se pueden ver más que bultos, oír más que ruidos, sentir más que vértigos, pero no pormenores, curiosidades y bellezas. Por regla general, cuando no se puede apreciar la cara de la gente es cuando uno ya va, como el dueño del Chevrolet, demasiado rápido, más aprisa que la civilización, aunque no más lejos ni a ninguna parte. Einstein se percató de la más rápida velocidad, la de la luz, yendo a pie; mientras que en sus miles de kilómetros hecho la raya, Alain Prost sólo vio una ráfaga de paisaje, 40 veces más buda y aburrida que lo que uno se puede percibir con una paseadita en bici. Así, la bicicleta resulta ser el medio de transporte más civilizado que haya construido el ser humano, porque va a la velocidad de sus pensamientos, con los que había llegado tan lejos antes de acelerar en reversa. 
Pablo Fernández Christlieb

viernes, 14 de diciembre de 2012

No es que muera de amor



No es que muera de amor, muero de ti. 
Muero de ti, amor, de amor de ti, de urgencia mía de mi piel de ti, de mi alma de ti y de mi boca y del insoportable que yo soy sin ti.
de nosotros, de ese, 
desgarrado, partido, 
me muero, te muero, lo morimos.
en mi cama en que faltas, 
en la calle donde mi brazo va vacío, 
en el cine y los parques, los tranvías, 
los lugares donde mi hombro acostumbra tu cabeza 
y mi mano tu mano 
y todo yo te sé como yo mismo.
para que estés fuera de mí, 
y en el lugar en que el aire se acaba 
cuando te echo mi piel encima 
y nos conocemos en nosotros, separados del mundo, 
dichosa, penetrada, y cierto, interminable.
entre los dos, ahora, separados, 
del uno al otro, diariamente, 
cayéndonos en múltiples estatuas, 
en gestos que no vemos, 
en nuestras manos que nos necesitan.
que no muerdo ni beso, 
en tus muslos dulcísimos y vivos, 
en tu carne sin fin, muero de máscaras, 
de triángulos obscuros e incesantes. 
Muero de mi cuerpo y de tu cuerpo, 
de nuestra muerte, amor, muero, morimos. 
En el pozo de amor a todas horas, 
inconsolable, a gritos, 
dentro de mí, quiero decir, te llamo, 
te llaman los que nacen, los que vienen 
de atrás, de ti, los que a ti llegan. 
Nos morimos, amor, y nada hacemos 
sino morirnos más, hora tras hora, 
y escribirnos y hablarnos y morirnos.


Muero de ti y de mí, muero de ambos, 
Morimos en mi cuarto en que estoy solo, 
Morimos en el sitio que le he prestado al aire 
Morimos, lo sabemos, lo ignoran, nos morimos 
Nos morimos, amor, muero en tu vientre 

Jaime Sabines

martes, 4 de diciembre de 2012

"El Círculo de lectores de la caja de Corn Flakes"


 


EL CIRCULO DE LECTORES DE LA CAJA DE CORN FLAKES*

Pablo Fernández Christlieb

Éste es el nombre de una secta tan clandestina que ni siquiera sus miembros saben que existe, sino hasta que alguien pronuncia su santo y seña: “0.1% de benzoato de sodio como conservador”, clave que solamente pudo haberse obtenido de la lectura reiterada de la letra más menuda de las etiquetas de los frascos de las salsas que están junto al salero, en la mesa del antecomedor. El ocioso que tiene tal información cumplió de antemano un precepto fundamental: el de no poder no leer, aunque quisiera, cualquier palabra que se le ponga enfrente, como si las letras poseyeran un magnetismo que lo mesmerizara, impidiéndole apartar la vista hasta que no se cumpla su lectura. Es el acto de ir por la vida leyendo miscelánea-RutaUno-Wonderbra.

Para que el magnetismo se ejerza, deben ser mensajes inconexos, cortos, como jaculatorias: “Sabiem. Cupo máximo: 6 personas. 480 kgrs”. El fenómeno comenzó hace cosa de siglo y medio: no importa quien inventó los corn flakes (que fueron J. Jackson y J. H. Kellog), sino quién inventó su caja (que fueron C. W. Post y W. K. Kellog), porque su tamaño, su presencia obligada –por que ni modo que los pasen a una charolita a la hora de servirlos en el desayuno- y el arribo de la publicidad impresa en la sociedad industrial, hacen naturalmente de ella una caja mural, anuncio espectacular a escala que intercepta las miradas de los comensales, que no pueden sortear el obstáculo hasta no haber leído: “Contenido neto: 500 grs.”. Y cuando falta esa caja, la mirada busca con urgencia sustitutos, y se tranquiliza al encontrar “Tabasco Brand”, “Ingredientes: proteínas hidrolizadas de origen vegetal”, e intentan pronunciar “Worcestershire Sauce” y sorprenderse de que la salsa tradicional inglesa contenga tamarindo, fruta tropical, fruto ergo de alguna conquista del país más colonizador del orbe; pero si uno quiere saber qué piensa y siente un inglés, tiene que probarla: los ingleses piensan y sienten a lo que sabe la salsa inglesa; hay quien opina que ésa es su materia gris.


Los “creativos”, según se autodenominan los publicistas a falta de ocurrencias, exclamaron ¡eureka!, y llenaron las cajas de corn flakes, bolsas de papas o envases de leche con anuncios, mensajes, recomendaciones, crucigramas y rifas, pero entre la caja de corn flakes y su círculo de lectores se estableció de inicio una condición del magnetismo, a saber, la de ser atraídos exclusivamente por aquella información que se supone que nadie va a leer, que no debe leerse, lo que se cumple cabalmente. Y así, van leyendo exactamente todo lo que no les incumbe: los volantes de los cursos de computación, los menús de los restaurantes, las iniciales de la hebilla del cinturón de los transeúntes, los avisos de “se renta”... Actualmente descifran las runas de los códigos de barras. La compulsión por la lectura de lo que no hay que leer los hace expertos eruditos de los avisos notariales de los periódicos, los créditos de las películas hasta que diga Dolby-System, los colofones de los libros, las notas de pie de pagina, los números del fondo de las botellas, Ideal Standard al lavarse las manos, Schlage al abrir la puerta, etcétera. La última palabra que leen todas las noches, al apagar la luz, es Quinziño. Los más sistemáticos estudian con cariño la sección amarilla; los más intelectuales pasan veladas deliciosas hurgando el diccionario.

A la larga, la respetable cantidad de lecturas dignas de mejor causa va formando una red de conocimientos que, por lo bajo, realiza conexiones de profunda intrascendencia; un lector de este círculo es el único que estará enterado, por ejemplo, de que Ginkgo Biloba es: a) unos comprimidos para curar la pérdida de memoria, los cuales anunciaron el otro día en el periódico; b) un árbol catalogado como fósil viviente, en el mismo rango que el celacanto (pez de cuando los dinosaurios, que sobrevivió a su extinción), y c) que lo trajo Miguel Ángel de Quevedo a México y esta plantado en un parque de Chimalistac. Lo difícil es que esta erudición le vaya a ser útil en alguna conversación. Para lo que más ha servido es para responder alguna pregunta de la trivia del Maratón, tal como “¿en qué ciudad de Estados Unidos se inventaron los famosos corn flakes?” (R= en el Sanitarium de Battle Creek, Mich., propiedad de los Adventistas del Séptimo Día).

En efecto, este conocimiento no puede ser la columna vertebral de la historia de la sociedad, sino su murmullo chismoso; pero gracias a su cotilleo impreso, el lector llega a concluir en un momento dado que el mundo contemporáneo siempre tiene algo de colorante y saborizante artificial, que la sal de la vida es puro glutamato monosódico y que todos los discursos y rollos que sí hay que leer y atender son sólo el excipiente c. b. p., un sin sentido monumental. De ahí que El Círculo de Lectores de la Caja de Corn Flakes, con el esfuerzo tenaz de miles de lecturas inservibles y el paciente acopio de conocimiento estéril, manifiesta una especie de desdén burlón por la fauna que sólo lee cosas de “contenido”, un descreimiento de raíz por lo que sí hay que leer, ya que es importante estar informado, y un ácido sutil sobre todo aquello que en esta sociedad está escrito con letras de oro.


* Referencia: “El Círculo de Lectores de la Caja de Corn Flakes” en Fernández Ch. P, La velocidad de las bicicletas. (2005). Pp. 25 – 27. México, Vila editores; Pablo Fernández

lunes, 3 de diciembre de 2012

¿Amor?



El fin del Matrimonio

El espíritu inútil
Pablo Fernández Christlieb
El Financiero, 26/04/2006

Lo que echa a perder el matrimonio es el amor. Puede que al revés también sea cierto, pero el caso es que ya nadie se casa, y los que se casan no duran. Esto esta bien, pero hace sentir mal a los que van cumpliendo treinta y tantos años y ven que se les viene encima la edad de los mayores sin perro que les ladre: su queja es que por qué es tan difícil encontrar el amor verdadero; esto es, alguien que los valore por lo que son, que los comprenda, los cuide, que sea inteligente, divertido, tierno, optimista, trabajador, guapo, etcétera. Quién sabe por qué será tan difícil.

El 60% de las bodas que se celebren el sábado que entra ya no verán las Olimpiadas de Londres juntos, así que lo más prudente es no gastar mucho en el regalo. “Boda” significa “voto, compromiso”, pero si la estadística avisa que se va a romper, lo único que cabe esperar es que la fiesta valga la pena. Hoy en día lo que hace falta no es el amor, eso es lo que sobra. El fin (es decir, la finalidad) del matrimonio es que dos personas vivan juntas el resto de su vida. Se sabe que antes los matrimonios si duraban ese resto: la razón es que no les importaba tanto; o sea, que todos se casaban pero nadie suspiraba por casarse, porque no se les ocurría que allí iban a encontrar la felicidad ni el amor verdadero, y, en rigor, no se casaban por amor sino por otras consideraciones más civilizadas y menos frágiles.

Según los documentos de la época, en el siglo XVIII las personas se casaban no para quererse mucho sino para tener la tranquilidad con la cual dedicarse a sus cosas; se casaban para tener una casa. Por eso, como dice la historiadora Arlette Farge, “el vínculo conyugal es también un lugar”, y, ciertamente, su fin es económico, de ôikos, casa, y las cosas que se necesitan para ponerla, y que entre dos alcanzaba decorosamente. Por eso los matrimonios se podían pactar, arreglar, negociar, y hasta los novios podían ni siquiera conocerse de antemano, razón por la cual se dice que el matrimonio se “contrae”, porque llega de afuera como un reuma, con el cual uno aprende igualmente a convivir. Como en todo buen acuerdo, bastaba que se llevaran bien para cumplir con el fin del matrimonio. El acuerdo era que se tuvieran respeto y se toleraran y confiaran en el otro, como socios del hogar, pero en el acuerdo no estaba que se amaran ni adoraran ni vivieran tórridos romances ni pasiones arrebatadoras puertas adentro, y por lo mismo, en efecto, el anecdotario de canas al aire es en esa época casi normal, pero se hacía con discreción porque no se trataba de presumir ni de importunar a la pareja a quien se le debe una atención elemental y cuidadosa. De hecho, hablarse de “usted” entre ellos era un estilo lleno de tacto, como una distancia solícita. Y así, sobre la marcha y al paso de los años, dos insignes desconocidos que habían vívido bajo el mismo techo terminan por estimarse sinceramente, por sentir afecto y ternura por el otro, sin mayores exigencias. Si se hubiera introducido el elemento del amor, para empezar ni se hubieran casado. 

Durante todo el siglo XIX todavía puede verse, por ejemplo, a Darwin, Marx o Freud vivir correctamente casados con su  Emma, su Jenny y su Martha, logrando la tranquilidad suficiente para dedicarse a fabricar ideas escandalosas. En el siglo XXI quién sabe qué sea el amor, pero se parece mucho a los derechos del consumidor: algo así como la exigencia de que el otro sea maravilloso y colme las ilusiones y se le escurra la baba por uno, de que uno sea el centro del universo y el universo esté al servicio de uno. Parece anuncio de L´Oreal. El amor es más bien uno de los rasgos del individualismo según el cual cada quien debe perseguir sus caprichos, emociones y demás sensaciones de alto impacto pésele a quien le pese. Y así no hay acuerdo que aguante. Este es el fin (es decir, el final) del matrimonio, porque ya no hay dos que se soporten mutuamente sus veleidades, y si tanto amor era la razón de la boda ni caso tiene desenvolver los regalos: con la fiesta basta. Incluso, se podrían mejor celebrar los divorcios, que duran más. Lo malo es que por ahí de los treinta y tantos las personas se empiezan a sentir mal por eso, y aunque ya les alcanza para que cada quien tenga a solas su casa aparte, se les ocurre que no estaba tan mal eso del perro que les ladre, y a lo mejor por eso hay tantas mascotas que sacan a pasear, y se empieza a dudar de si ese egoísmo individualista que se llama amor verdadero no es algo que acaba por lastimar. Como dicen ahorita en España, “ya sólo los gays quieren casarse”. Y tiene toda la razón: son los últimos que conocen el valor de una estabilidad matrimonial, de estar tranquilos bajo el mismo techo.


miércoles, 21 de noviembre de 2012

Pasión en Venta


A los que saben este semestre he decidido "sentir el fútbol". De chica no me gustaba nada, recuerdo que era domingo y quería salir en la bici con mi papá y solo escuchaba el eco del mal sonido que daba la transmisión del futbol en la TV, pasó el tiempo y era el pretexto para jutanrnos los amigos, después fue más importante, ya que tengo un novio que aunque no le va a ningún equipo, no se pierde ningún partido "importante" de cuantas copas y ligas se atraviesen en el año; así que casi casi tenemos planear cumpleaños aniversarios, bodas, reuniones familiares, y hasta salidas en pareja alrededor del calendario del fútbol. Me parece fascinante ir al estadio, disfruto el olor, la ilimiación, la música, la comida, ver la diversidad de personas que por un día dejan de lado las fornteras sociales, la porra me pone la piel chinita, los cantos, me dan ganas de irle siempre al equipo local, pintarme la cara, corear con el alma. De veras que es pasión. Esto me motivo a "entrarle" y sigo en eso; ha sido sorprendente y he descubierto toda una cultura que va más allá de la que va al estadio cada 15 días. Pero ese sera tema de otro día... en este proceso me he topado con textos interesantes, pero esta parte ( la 3) de Pasión en Venta de Juan Villoro me dejó pensando bastante sobre en realidad quien es el que se la "rifa" en este mundo del futból, y me hizo sentir esa frutración de los barristas cuándo se sienten defraudados por un equipo por el que dan la vida: 

Habitamos un planeta inconstante donde los negocios varían de país en país. El Barcelona llegó al fin del siglo XX sin poner en venta su uniforme. Cuando al fin cedió a la tentación, buscó una causa social: la escuadra blaugrana recomienda en su pecho a la UNICEF y lleva en la manga un discreto logotipo del canal catalán Tv3. En contraste, los equipos mexicanos mancillan sus colores con un surtido para consumidores hiperactivos: en treinta centímetros de tela invitan a beber leche, viajar en avión, abrir una cuenta bancaria y hablar por teléfono.
Basta ver el uniforme de un equipo mexicano para saber que nuestro futbol está mal gestionado.¿Es posible que un jugador se identifique con una camiseta que es un catálogo de ventas? Para colmo, ser futbolista en el país del águila y la serpiente implica cambiar mucho de colores. En una liga donde el negocio fuerte está en los fichajes y las comisiones, y no en la obtención de títulos, el jugador es un nómada que pasa de una entidad a otra. “El amor es eterno mientras dura”, escribió Vinicius de Moraes. ¿Podemos pedirle al futbolista que profese amor eterno mientras dura su contrato?
Territorio del abuso y la especulación, el futbol mexicano vive para las ganancias rápidas. Los torneos cortos impiden el verdadero desarrollo del deporte. Cada seis meses se pone en escena la liguilla, show televisivo donde un equipo pretende ser el mejor, la lotería donde el octavo puede ser campeón. Esta organización subnormal rinde beneficios a los directivos e impide la consistencia de los jugadores.
Por desgracia, la injusticia no sólo afecta a los que van en la parte de arriba de la tabla y donde el superlíder llega a la liguilla con las mismas posibilidades que el octavo. Para administrar el desastre, se decidió acumular porcentajes negativos en la parte baja de la tabla. Como nuestro futbol es inconstante, el último puede salvarse del descenso si en la temporada anterior no le fue tan mal. Este sistema de delirio llegó a un punto crucial hace unos diez años, cuando los Tigres de la Universidad Autónoma de Nuevo León descendieron por acumular malos porcentajes y al mismo tiempo pasaron a la liguilla entre los ocho mejor situados. En aquel torneo podrían haber sido campeones y haber bajado a segunda división, incoherencia “made in Mexico”.
La falta de consistencia de nuestros equipos es tan grande que cuando los Pumas de Hugo Sánchez se convirtieron en el único equipo en ganar dos minitorneos seguidos, dieron la impresión de cumplir un ciclo mítico, una atadura de años de la cosmogonía azteca.
En un país donde las escuadras cambian de apodo, colores y ciudad según convenga al negocio, resulta injusto pedir al jugador la lealtad que él no recibe. 

Juan Villoro. Desde la cancha. 

martes, 20 de noviembre de 2012

Mujer: Teoría King Kong


Escribo desde la fealdad, y para las feas, las viejas, las camioneras, las frígidas, las mal folladas, las histéricas, las taradas, todas las exlcuídas del gran mercado de la buena chica. Y empiezo por aquí para que las cosas queden claras: no me disculpo de nada, ni vengo a quejarme. No cambiaría mi lugar por ningún otro, porque ser Viginie Despentes me parece un asunto más interesante que ningún otro. 

Me parece formidable que haya también mujeres a las que les guste seducir, y otras que sepan casarse, que haya muejeres que huelan a sexo y otras a la merienda de los niños que salen del colegio. Formidable que las haya muy dulces, otras contentas con su feminidad, que las haya jóvenes, muy guapas, otras coquetas y radienates. Francamente, me alegro por todas a las que LES CONVIENEN LAS COSAS TAL COMO SON. Lo dífo son las menor ironía. Simplemente, yo no formo parte de ellas. 

Yo hablo como proletaria de la feminidad: desde aquí hablé hasta ahora y desde aquí vuelvo a empezar hoy. Cuando estaba en el paro no sentía vergüenza alguna de ser una paria, sólo rabi. Siento lo mismo como mujer: no siento ninguna vergüenza de no ser una tía buena. Sin embargo, como chica por la que los hombre se itneresan poco estoy rabiosa, mientras todos me explican que nisiquiera debería estar ahí. Pero SIEMPRE HEMOS EXISTIDO. AUNQUE NUNCA SE HABLA DE NOSOTRAS en las novelas de hombres, qué solo imaginan mujeres con las que querrían acostarse. Siempre hemos existido pero nunca hemos hablado. Incluso hoy que las muejeres publican muchas novelas raramente encontramos personajes femeninos cuyo aspecto físico sea desagradable o mediocre, incapaces de amar a los hombres o de ser amadas. Por el contrario, a las heroínas de la literatura contemporánea les gustan los hombres, los encuentran fácilmente, se acuestan con ellos en dos capítulos, se corren en cuatro líneas y a todas les gusta el sexo. 

La figura de la pringada de la feminidad me resulta más que simpática: es escencial. Del mismo modo que la figura del perdedor social, económico y político. Prefiero los que no consiguen lo que quieren, por la buena y simple razón de que yo misma tampoco lo logro. Y porque en general, el humos y la invención estan de neustro lado. Cuando no se tiene lo que hay que tener para chulearse, se es a menudo más creativo. Yo , como soy chica soy más bien King Kong que Kate Moss. Yo soy ese tipo de mujer con las que no casan, con las que no tienen hijos, hablo de mi lugar como muejre siemroe exesiva, demasiado agrasica, emasiado ruidosa, demasiado gorda, demadiado brutal, demasiado hirsita, demasiado viril.

Así que escribo aquí como MUJER INCAPAZ DE LLAMAR LA ATENCIÓN MASCULINA, de satisfacer el deseo masculino y de contentarme con un lugar en la sombra. Escribo desde aquí como mujer poco seductora pero ambisiosa, atraída por el dinero que gano yo misma, atraída por el poder de hacer y de rechazar, atraída por la ciudad más que por el interior, siempre exítada por la experiencias e incapaz de contentarme con la narración que otros me harán de ellas....escribo desde  aquí desde las invendibles, las torcidas, las que llevan la cabeza rapada, las que no saben vestirse, las que tienen miedo a oler mal, las que tienen los dientes podridos, esas a los que los hombres no hacen regalos, esas que follarían con cualquiera, las más zorras, las putitas, las que querrían sen hombres, las que sueñan, las que tienen el vello duro, las que no se depilan, las mujeres brutales, ruidosas, las que rompen todo cuando pasan, las que nos les gustán las perfumerías, las que llevan los labios demasiado rojos, las que están demasiado más hechas como para poder vestirse como perritas calentonas, pero que mueren de ganas, las que quieren vestirse como hombres y llevar barba, las que quieren enseñarlo todo, las que son púdicas porque están acomplejada, las que no saben decir que no, las que dan miedo, las que dan pena, las que no dan ganas, las que tienen la piel flácida y la cara llena de arrugas, las que sueñan con un lifting, una liposucción, un cambio de naríz pero no tienen dinero, las que están desgastadas, las que no tienen nadie que las proteja excepto ellas mismas, las que no saben proteger y sus hijos les dan igual, esas que les gusta beber en los bares hasta caer en el suelo, las que no saben guardar las apariencias; pero TAMBIÉN ESCRIBO DESDE LOS HOMBRES que no tienen ganas de proteger, para los que querrían hacerlo pero no saben como, los que no saben pelearse, los que lloran con facilidad, los que no son ambiciosos ni competititivos, los que no la tienen grande, ni son agresivos, los que tienen miedo, los que son tímidos, vulnerables, los que prefieren ocpuarse de la casa que ir a trabajar, los que son delicados, calvos, demasiado probes como para gustar, los queno quieren que nadie cuente con ellos, los que tienen miedo en la noche cuando están solos. 

Porque el ideal de mujer blanca, seductora pero no puta, bien casada pero no a la sombra, que trabaja pero sin demaisado éxito para no aplastar a su hombre, delgada pero no obsesionada con la alimentación, que parece definidamente joven pero sin dejarse desfigurar por la cirugía estétitca, madre realizada pero no desbordada por los pañales y por las tareas del colegio, buen ama de casa pero no sirvienta, cultivada pero menos que un hombre, esta mujer blanca feliz que nos ponen delante de los ojos, esa a la que deberíamos hacer el esfuerzo por parecernos, a parte del hecho de que parece rompreser el crisma por poca cosa, nunca me la he encontrado en ninguna parte. Es posible incluso que no exista. 

Virginie Despentes. (2007) Teroría de King Kong: Tenientas Corruputas. Melusina.

miércoles, 14 de noviembre de 2012

A propósito de la estación: Primavera con una esquina rota

El elotoño

Las estaciones son por lo menos invierno, primavera y verano. El invierno es famoso por las bufandas y la nieve. Cuando los viejecitos y las viejecitas tiemblan en invierno se dice que tiritan. Yo no tirito porque soy niña y no viejecita y además porque me siento cerca de la estufa. En el invierno de los libros y las películas hay trineos, pero aquí no. Aquí tampoco hay nieve. Qué aburrido es el invierno aquí. Sin embargo, hay un viento grandioso que se siente sobre todo en las orejas. Mi abuelo Rafael dice a veces que se va a retirar a sus cuarteles de invierno. Yo no sé por qué no se retira a cuarteles de verano. Tengo la impresión de que en los otros va a tiritar porque es bastante anciano. Jamás hay que decir viejo sino anciano. Un niño de mi clase dice que su abuela es una vieja de mierda. Yo le enseñé que en todo caso debe decir anciana de mierda.

Otra estación importante es la primavera. A mi mamá no le gusta la primavera porque fue en esa estación que aprehendieron a mi papá. Aprendieron sin hache es como ir a la escuela. Pero con hache es como ir a la policía. A mi papá lo aprehendieron con hache y como era primavera estaba con un pulóver verde. En la primavera también pasan cosas lindas como cuando mi amigo Arnoldo me presta el monopatín. Él también me lo prestaría en invierno pero Graciela no me deja porque dice que soy propensa y me voy a resfriar. En mi clase no hay ningún otro propenso. Graciela es mi mami. Otra cosa buenísima que tiene la primavera son las flores. El verano es la campeona de las estaciones porque hay sol y sin embargo no hay clases. En el verano las únicas que tiritan son las estrellas. En el verano todos los seres humanos sudan. El sudor es una cosa más bien húmeda. Cuando una suda en invierno es que tiene por ejemplo bronquitis. En el verano a mí me suda la frente. En el verano los prófugos van a la playa porque en traje de baño nadie los reconoce. En la playa yo no tengo miedo de los prófugos pero sí de los perros y de las olas. Mi amiga Teresita no tenía miedo de las olas, era muy valiente y una vez casi se ahogó. Un señor no tuvo más remedio que salvarla y ahora ella también tiene miedo de las olas pero todavía no tiene miedo de los perros.


Graciela, es decir mi mami, porfía y porfía que hay una cuarta estación llamada elotoño. Yo le digo que puede ser pero nunca la he visto. Graciela dice que en elotoño hay gran abundancia de hojas secas. Siempre es bueno que haya gran abundancia de algo aunque sea en elotoño. El elotoño es la más misteriosa de las estaciones porque no hace ni frío ni calor y entonces uno no sabe qué ropa ponerse. Debe ser por eso que yo nunca sé cuándo estoy en elotoño. Si no hace frío pienso que es verano y si no hace calor pienso que es invierno. Y resulta que era elotoño. Yo tengo ropa para invierno, verano y primavera, pero me parece que no me va a servir para elotoño. Donde está mi papá llegó justo ahora elotoño y él me escribió que está muy contento porque las hojas secas pasan entre los barrotes y él se imagina que son cartitas mías.


Benedetti, M.(1982) Primavera con una esquina rota. Uruguay. 




lunes, 12 de noviembre de 2012

Desoquedad "miedo a los huecos"


Es el nombre del pánico ancestral que nos hace colocar floreritos sobre las mesas, cajitas en los cajones, cadenitas en el cuello, discos en el estéreo, paraguas en el perchero, percheros tras de la puerta, estampados en las camisetas, souvenir en las repisas. “Desoquedad” es el miedo a los huecos, característico de la cultura occidental y muy bien enunciando por Pascal cuando dijo que el silencio de los espacios infinitos le alteraba. Por eso la gente, apenas ve un huequito entre la lámpara de noche y el despertador, le pone un portarretratos.
Las primeras tentativas históricas contra la oquedad consistieron en poner murallas a las ciudades para no ver el vacío de afuera, y adentro levantar muros para sólo descubrir que con cada pared aparecía otro cuarto, que había que llenar, ahora con muebles, y éstos con cosas, y así fractalmente, hasta llegar a hoy.
No hay impulso más imperioso y perentorio que el de encontrar una pared blanca y no colgarle un cuadro, como si fuera un abismo visual que hay que rellenar. La mitad del mal gusto contemporáneo, el estilo “llenalotodo”, obedece a esta compulsión.
Los espacios libres son como ausencias dolorosas.

En efecto, parecer se que no se soporta la presencia de una superficie lisa y llana, sea de un terreno, patio, piso, escritorio, estante o borde de barandal, porque provoca la inquietud de que “algo falta” y la convicción de que “todavía cabe”, de modo que instintivamente se le van superponiendo macetas, sillones, tapetes sobre la alfombra, portalapcies, cencieros, trofeos, el jabón del hotel de la Semana Santa, radios, cristal de Bohemia, velas, muñequitos del subcomandante Marcos, teléfonos, ¡Holas! Y Procesos, cajas de Kleenex y el control remoto de la tele.
No es que uno tenga cosas y las ponga en algún lugar, sino que uno tiene lugares y les pone alguna cosa. Si en la cocina quedan 15 centímetros cuadrados, hay que comprar otro Tupperware. Y cuando por fin todos los agujeros del espacio están convenientemente clausurados, entonces se pone música para llenar el hueco del aire y se inventa alguna actividad para llenar el hueco del tiempo.
Un frasco de champú no es un frasco de champú, sino el taponcito de un hueco en el baño; una foto de la abuelita no es una foto de la abuelita, sino un desahuecamiento puesto en la sala; la mayoría de los libros no son libros, sino cuñas entre cuñas para tapiar libreros. Los objetos que se denominan “Adornos” son lo que mejor se utiliza para recubrir espacios; se reconoce que son adornos porque nunca nadie se ha detenido a verlos y, por ende, no importa de qué se traten. La función actual de los objetos es tapar oquedades, aunque parezca que sirven para algo más.
Los objetos de la desoquedad se llaman “inutensilios”.
Por eso, los verdaderos templos de la posmodernidad son las grandes tiendas y los supermercados. Ahí la gente encuentra la paz de espíritu, porque están llenos, y todo aquel que entra, sale con una reliquia, aunque sea un frasco de mayonesa, porque recordó, con susto y culpa, que todavía cabe y, por lo tanto, lo necesita.
Los lugares desocupados son como faltas cometidas.
La proliferación de miniaturas, desde las figuritas de los corn flakes hasta las laptops de IBM, significa que los huecos que van quedando son cada vez más pequeños, como si la cultura se aproximara al ideal de que no quede hueco alguno, al sueño de un mundo completo: es la saturación.
Cualquier ciudad, casa, clóset o bolso de mano muestra que ya no queda oquedad que obturar; sin embargo, el miedo no ha terminado, porque, perversa y paradójicamente, la saturación de objetos produce un hueco en el alma. Ciertamente, una pared blanca tapizada de cuadros, pósters, cuadritos, diplomas, cuadrititos y tarjetas postales, vuelve a ser otra vez una especia de superficie plana y vacía, sólo que ahora inllenable.

La saturación es un hueco al revés que se siente dentro de uno mismo, y por eso la gente de hoy toma vitaminas, para ver si así llena el hueco del ánimo. Debiera ser extraño, pero se entiende que en esta cultura superrepleta de cosas, hiperretacada de objetos, la gente diga que siente un vacío por el rumbo del corazón, un hastío, un sin sentido, como si algo le faltara. Es otra vez esta oquedad, y ahora sí quién sabe cómo vamos a taparla.

Fernández, Pablo.(2005) La velocidad de las bicicletas y otros ensayos de cultura cotidiana. Vila editores. Mexico.

viernes, 9 de noviembre de 2012

Los NADIE

Los Nadie

Sueñan las pulgas con comprarse un perro y sueñan los nadie con salir
de pobres,
que algún mágico día llueva de pronto la buena suerte, que llueva a
cántaros la buena suerte;
pero la buena suerte no llueve ayer, ni hoy, ni mañana, ni nunca.
Ni en lloviznita cae del cielo la buena suerte, por mucho que los
nadie la llamen,
aunque les pique la mano izquierda, o se levanten con el pie
derecho,
o empiecen el año cambiando de escoba.
Los nadie: los hijos de nadie, los dueños de nada.
Los nadie: los ningunos, los ninguneados, corriendo la liebre,
muriendo la vida, jodidos, rejodidos.
Que no son, aunque sean.
Que no hablan idiomas, sino dialectos.
Que no profesan religiones, sino supersticiones.
Que no hacen arte, sino artesanía.
Que no practican cultura, sino folklore.
Que no son seres humanos, sino recursos humanos.
Que no tienen cara, sino brazos.
Que no tienen nombre, sino número.
Que no figuran en la historia universal, sino en la crónica roja de la
prensa local.
Los nadie, que cuestan menos que la bala que los mata.

Eduardo Galeano