lunes, 31 de diciembre de 2012

La velocidad de las bicicletas



Lo leía, lo leía y releía y fue hasta ayer que me entro por la venas este pequeño ensayo de Pablo Fernández: La velocidad de las bicicletas y es que después de 2 horas y media de recorrer la ciudad en bicicleta uno jamás vuelve a ser el mismo...
Los movimientos en pro de moverse en bicicleta tienen en su favor la razón. Tienen en su contra no sólo al dueño del Chevrolet que no quiere perderse el gusto de atropellar, psicológica y extrapsicológicamente a los peatones para llegar con su traje sin lluvia y sin sudor a la oficina de su estatus y otros compromisos igualmente rutilantes; también tienen en contra a la esencia misma de las ciudades modernizadas, que no es ni el hormigón ni el hacinamiento, sino una sustancia más huidiza: la velocidad, cosa que no tienen las bicicletas.
Cuando se descubrió la velocidad automotriz y se le elevó a rango de libertad individual, se tuvieron que inventar las distancias, los lugares a donde ir y algo que hacer llegando; desde entonces, no se va más rápido porque los lugares estén más lejos, sino que están más lejos porque se llega más rápido, así como no se va más aprisa porque se tengan más cosas que hacer, sino que se tienen más cosas que hacer porque se va más de prisa. La velocidad actual es de 50 u 80 kph, que es la que se cree que tienen los automóviles, pero en realidad no es la de los coches, que por amontonamiento, semáforos y dónde estacionarse, van más lentos. En rigor, se trata de una velocidad social, a la que corren las obligaciones, los deseos y las superficies asfaltadas, el trabajo, las ansias y el tamaño de las construcciones; de hecho, la mitad del estrés urbano se debe a que la velocidad de las prisas es mayor que la velocidad de los automóviles que las transportan. La acelerada es la ciudad, no los coches, como puede verse asimismo en el hecho de quienes no tienen coche a cambio tienen dos cosas: las mismas prisas y la necesidad de tener un coche.
La velocidad no reduce, sino que aumenta las distancias, extiende los espacios y multiplica los lugares, de manera que en bicicleta no se puede cumplir la agenda propia del ciudadano normal, que consiste en ir y volver; pero, entre tanto, detenerse a pagar, comer con, visitar a, darse una vueltecita por, reunirse en, andar hacia allá, de camino hacia acá. Los 20 lugares que se visitan al día son todos necesarios, queridos o importantes: el banco, los cuates, la tintorería, el súper, los niños, el cliente, la gasolinera, da lo mismo, el caso es que siempre se está a las carreras. Si la velocidad social fuera de 700 kph, la tintorería quedaría en Tampico. El movimiento de las bicicletas puede ser exitoso si es capaz de reducir la velocidad social, y ello requiere cierto radicalismo de omisión, porque ahora andar en bicicleta no es cumplimiento de una función de transporte, sino el arte de necesitar, no querer y no importar ir a donde no se pueda llegar. En bicicleta no se puede ir, y esto es una carencia; el arte está en convertirlo en que se pueda no ir, lo cual es un poder, el poder de hacer que la tintorería quede en la esquina.
La velocidad de una bicicleta es como de 15 kph. Reducir el transporte urbano a este índice no sólo significa hacerlo más económico y ecológico, sino ajustar las situaciones, actividades y tamaños de la ciudad a la dimensión humana, porque, genéticamente, el ser humano está hecho para vivir a 10 kph. En efecto, los sentidos de la percepción, y por ende la civilización, están diseñados para funcionar a velocidades de entre 5 y 15 kph, que es cuando se camina y se corre; a esa velocidad se puede ver, oír, sentir y razonar con detalle y atención lo que sucede al rededor, mientras que a velocidades más altas estas capacidades se atrofian, y ya no se pueden ver más que bultos, oír más que ruidos, sentir más que vértigos, pero no pormenores, curiosidades y bellezas. Por regla general, cuando no se puede apreciar la cara de la gente es cuando uno ya va, como el dueño del Chevrolet, demasiado rápido, más aprisa que la civilización, aunque no más lejos ni a ninguna parte. Einstein se percató de la más rápida velocidad, la de la luz, yendo a pie; mientras que en sus miles de kilómetros hecho la raya, Alain Prost sólo vio una ráfaga de paisaje, 40 veces más buda y aburrida que lo que uno se puede percibir con una paseadita en bici. Así, la bicicleta resulta ser el medio de transporte más civilizado que haya construido el ser humano, porque va a la velocidad de sus pensamientos, con los que había llegado tan lejos antes de acelerar en reversa. 
Pablo Fernández Christlieb

viernes, 14 de diciembre de 2012

No es que muera de amor



No es que muera de amor, muero de ti. 
Muero de ti, amor, de amor de ti, de urgencia mía de mi piel de ti, de mi alma de ti y de mi boca y del insoportable que yo soy sin ti.
de nosotros, de ese, 
desgarrado, partido, 
me muero, te muero, lo morimos.
en mi cama en que faltas, 
en la calle donde mi brazo va vacío, 
en el cine y los parques, los tranvías, 
los lugares donde mi hombro acostumbra tu cabeza 
y mi mano tu mano 
y todo yo te sé como yo mismo.
para que estés fuera de mí, 
y en el lugar en que el aire se acaba 
cuando te echo mi piel encima 
y nos conocemos en nosotros, separados del mundo, 
dichosa, penetrada, y cierto, interminable.
entre los dos, ahora, separados, 
del uno al otro, diariamente, 
cayéndonos en múltiples estatuas, 
en gestos que no vemos, 
en nuestras manos que nos necesitan.
que no muerdo ni beso, 
en tus muslos dulcísimos y vivos, 
en tu carne sin fin, muero de máscaras, 
de triángulos obscuros e incesantes. 
Muero de mi cuerpo y de tu cuerpo, 
de nuestra muerte, amor, muero, morimos. 
En el pozo de amor a todas horas, 
inconsolable, a gritos, 
dentro de mí, quiero decir, te llamo, 
te llaman los que nacen, los que vienen 
de atrás, de ti, los que a ti llegan. 
Nos morimos, amor, y nada hacemos 
sino morirnos más, hora tras hora, 
y escribirnos y hablarnos y morirnos.


Muero de ti y de mí, muero de ambos, 
Morimos en mi cuarto en que estoy solo, 
Morimos en el sitio que le he prestado al aire 
Morimos, lo sabemos, lo ignoran, nos morimos 
Nos morimos, amor, muero en tu vientre 

Jaime Sabines

martes, 4 de diciembre de 2012

"El Círculo de lectores de la caja de Corn Flakes"


 


EL CIRCULO DE LECTORES DE LA CAJA DE CORN FLAKES*

Pablo Fernández Christlieb

Éste es el nombre de una secta tan clandestina que ni siquiera sus miembros saben que existe, sino hasta que alguien pronuncia su santo y seña: “0.1% de benzoato de sodio como conservador”, clave que solamente pudo haberse obtenido de la lectura reiterada de la letra más menuda de las etiquetas de los frascos de las salsas que están junto al salero, en la mesa del antecomedor. El ocioso que tiene tal información cumplió de antemano un precepto fundamental: el de no poder no leer, aunque quisiera, cualquier palabra que se le ponga enfrente, como si las letras poseyeran un magnetismo que lo mesmerizara, impidiéndole apartar la vista hasta que no se cumpla su lectura. Es el acto de ir por la vida leyendo miscelánea-RutaUno-Wonderbra.

Para que el magnetismo se ejerza, deben ser mensajes inconexos, cortos, como jaculatorias: “Sabiem. Cupo máximo: 6 personas. 480 kgrs”. El fenómeno comenzó hace cosa de siglo y medio: no importa quien inventó los corn flakes (que fueron J. Jackson y J. H. Kellog), sino quién inventó su caja (que fueron C. W. Post y W. K. Kellog), porque su tamaño, su presencia obligada –por que ni modo que los pasen a una charolita a la hora de servirlos en el desayuno- y el arribo de la publicidad impresa en la sociedad industrial, hacen naturalmente de ella una caja mural, anuncio espectacular a escala que intercepta las miradas de los comensales, que no pueden sortear el obstáculo hasta no haber leído: “Contenido neto: 500 grs.”. Y cuando falta esa caja, la mirada busca con urgencia sustitutos, y se tranquiliza al encontrar “Tabasco Brand”, “Ingredientes: proteínas hidrolizadas de origen vegetal”, e intentan pronunciar “Worcestershire Sauce” y sorprenderse de que la salsa tradicional inglesa contenga tamarindo, fruta tropical, fruto ergo de alguna conquista del país más colonizador del orbe; pero si uno quiere saber qué piensa y siente un inglés, tiene que probarla: los ingleses piensan y sienten a lo que sabe la salsa inglesa; hay quien opina que ésa es su materia gris.


Los “creativos”, según se autodenominan los publicistas a falta de ocurrencias, exclamaron ¡eureka!, y llenaron las cajas de corn flakes, bolsas de papas o envases de leche con anuncios, mensajes, recomendaciones, crucigramas y rifas, pero entre la caja de corn flakes y su círculo de lectores se estableció de inicio una condición del magnetismo, a saber, la de ser atraídos exclusivamente por aquella información que se supone que nadie va a leer, que no debe leerse, lo que se cumple cabalmente. Y así, van leyendo exactamente todo lo que no les incumbe: los volantes de los cursos de computación, los menús de los restaurantes, las iniciales de la hebilla del cinturón de los transeúntes, los avisos de “se renta”... Actualmente descifran las runas de los códigos de barras. La compulsión por la lectura de lo que no hay que leer los hace expertos eruditos de los avisos notariales de los periódicos, los créditos de las películas hasta que diga Dolby-System, los colofones de los libros, las notas de pie de pagina, los números del fondo de las botellas, Ideal Standard al lavarse las manos, Schlage al abrir la puerta, etcétera. La última palabra que leen todas las noches, al apagar la luz, es Quinziño. Los más sistemáticos estudian con cariño la sección amarilla; los más intelectuales pasan veladas deliciosas hurgando el diccionario.

A la larga, la respetable cantidad de lecturas dignas de mejor causa va formando una red de conocimientos que, por lo bajo, realiza conexiones de profunda intrascendencia; un lector de este círculo es el único que estará enterado, por ejemplo, de que Ginkgo Biloba es: a) unos comprimidos para curar la pérdida de memoria, los cuales anunciaron el otro día en el periódico; b) un árbol catalogado como fósil viviente, en el mismo rango que el celacanto (pez de cuando los dinosaurios, que sobrevivió a su extinción), y c) que lo trajo Miguel Ángel de Quevedo a México y esta plantado en un parque de Chimalistac. Lo difícil es que esta erudición le vaya a ser útil en alguna conversación. Para lo que más ha servido es para responder alguna pregunta de la trivia del Maratón, tal como “¿en qué ciudad de Estados Unidos se inventaron los famosos corn flakes?” (R= en el Sanitarium de Battle Creek, Mich., propiedad de los Adventistas del Séptimo Día).

En efecto, este conocimiento no puede ser la columna vertebral de la historia de la sociedad, sino su murmullo chismoso; pero gracias a su cotilleo impreso, el lector llega a concluir en un momento dado que el mundo contemporáneo siempre tiene algo de colorante y saborizante artificial, que la sal de la vida es puro glutamato monosódico y que todos los discursos y rollos que sí hay que leer y atender son sólo el excipiente c. b. p., un sin sentido monumental. De ahí que El Círculo de Lectores de la Caja de Corn Flakes, con el esfuerzo tenaz de miles de lecturas inservibles y el paciente acopio de conocimiento estéril, manifiesta una especie de desdén burlón por la fauna que sólo lee cosas de “contenido”, un descreimiento de raíz por lo que sí hay que leer, ya que es importante estar informado, y un ácido sutil sobre todo aquello que en esta sociedad está escrito con letras de oro.


* Referencia: “El Círculo de Lectores de la Caja de Corn Flakes” en Fernández Ch. P, La velocidad de las bicicletas. (2005). Pp. 25 – 27. México, Vila editores; Pablo Fernández

lunes, 3 de diciembre de 2012

¿Amor?



El fin del Matrimonio

El espíritu inútil
Pablo Fernández Christlieb
El Financiero, 26/04/2006

Lo que echa a perder el matrimonio es el amor. Puede que al revés también sea cierto, pero el caso es que ya nadie se casa, y los que se casan no duran. Esto esta bien, pero hace sentir mal a los que van cumpliendo treinta y tantos años y ven que se les viene encima la edad de los mayores sin perro que les ladre: su queja es que por qué es tan difícil encontrar el amor verdadero; esto es, alguien que los valore por lo que son, que los comprenda, los cuide, que sea inteligente, divertido, tierno, optimista, trabajador, guapo, etcétera. Quién sabe por qué será tan difícil.

El 60% de las bodas que se celebren el sábado que entra ya no verán las Olimpiadas de Londres juntos, así que lo más prudente es no gastar mucho en el regalo. “Boda” significa “voto, compromiso”, pero si la estadística avisa que se va a romper, lo único que cabe esperar es que la fiesta valga la pena. Hoy en día lo que hace falta no es el amor, eso es lo que sobra. El fin (es decir, la finalidad) del matrimonio es que dos personas vivan juntas el resto de su vida. Se sabe que antes los matrimonios si duraban ese resto: la razón es que no les importaba tanto; o sea, que todos se casaban pero nadie suspiraba por casarse, porque no se les ocurría que allí iban a encontrar la felicidad ni el amor verdadero, y, en rigor, no se casaban por amor sino por otras consideraciones más civilizadas y menos frágiles.

Según los documentos de la época, en el siglo XVIII las personas se casaban no para quererse mucho sino para tener la tranquilidad con la cual dedicarse a sus cosas; se casaban para tener una casa. Por eso, como dice la historiadora Arlette Farge, “el vínculo conyugal es también un lugar”, y, ciertamente, su fin es económico, de ôikos, casa, y las cosas que se necesitan para ponerla, y que entre dos alcanzaba decorosamente. Por eso los matrimonios se podían pactar, arreglar, negociar, y hasta los novios podían ni siquiera conocerse de antemano, razón por la cual se dice que el matrimonio se “contrae”, porque llega de afuera como un reuma, con el cual uno aprende igualmente a convivir. Como en todo buen acuerdo, bastaba que se llevaran bien para cumplir con el fin del matrimonio. El acuerdo era que se tuvieran respeto y se toleraran y confiaran en el otro, como socios del hogar, pero en el acuerdo no estaba que se amaran ni adoraran ni vivieran tórridos romances ni pasiones arrebatadoras puertas adentro, y por lo mismo, en efecto, el anecdotario de canas al aire es en esa época casi normal, pero se hacía con discreción porque no se trataba de presumir ni de importunar a la pareja a quien se le debe una atención elemental y cuidadosa. De hecho, hablarse de “usted” entre ellos era un estilo lleno de tacto, como una distancia solícita. Y así, sobre la marcha y al paso de los años, dos insignes desconocidos que habían vívido bajo el mismo techo terminan por estimarse sinceramente, por sentir afecto y ternura por el otro, sin mayores exigencias. Si se hubiera introducido el elemento del amor, para empezar ni se hubieran casado. 

Durante todo el siglo XIX todavía puede verse, por ejemplo, a Darwin, Marx o Freud vivir correctamente casados con su  Emma, su Jenny y su Martha, logrando la tranquilidad suficiente para dedicarse a fabricar ideas escandalosas. En el siglo XXI quién sabe qué sea el amor, pero se parece mucho a los derechos del consumidor: algo así como la exigencia de que el otro sea maravilloso y colme las ilusiones y se le escurra la baba por uno, de que uno sea el centro del universo y el universo esté al servicio de uno. Parece anuncio de L´Oreal. El amor es más bien uno de los rasgos del individualismo según el cual cada quien debe perseguir sus caprichos, emociones y demás sensaciones de alto impacto pésele a quien le pese. Y así no hay acuerdo que aguante. Este es el fin (es decir, el final) del matrimonio, porque ya no hay dos que se soporten mutuamente sus veleidades, y si tanto amor era la razón de la boda ni caso tiene desenvolver los regalos: con la fiesta basta. Incluso, se podrían mejor celebrar los divorcios, que duran más. Lo malo es que por ahí de los treinta y tantos las personas se empiezan a sentir mal por eso, y aunque ya les alcanza para que cada quien tenga a solas su casa aparte, se les ocurre que no estaba tan mal eso del perro que les ladre, y a lo mejor por eso hay tantas mascotas que sacan a pasear, y se empieza a dudar de si ese egoísmo individualista que se llama amor verdadero no es algo que acaba por lastimar. Como dicen ahorita en España, “ya sólo los gays quieren casarse”. Y tiene toda la razón: son los últimos que conocen el valor de una estabilidad matrimonial, de estar tranquilos bajo el mismo techo.