Es el
nombre del pánico ancestral que nos hace colocar floreritos sobre las mesas,
cajitas en los cajones, cadenitas en el cuello, discos en el estéreo, paraguas
en el perchero, percheros tras de la puerta, estampados en las camisetas,
souvenir en las repisas. “Desoquedad” es el miedo a los huecos, característico
de la cultura occidental y muy bien enunciando por Pascal cuando dijo que el
silencio de los espacios infinitos le alteraba. Por eso la gente, apenas ve un
huequito entre la lámpara de noche y el despertador, le pone un portarretratos.
Las primeras tentativas históricas contra
la oquedad consistieron en poner murallas a las ciudades para no ver el vacío
de afuera, y adentro levantar muros para sólo descubrir que con cada pared
aparecía otro cuarto, que había que llenar, ahora con muebles, y éstos con
cosas, y así fractalmente, hasta llegar a hoy.
No hay impulso más imperioso y perentorio que el de encontrar una
pared blanca y no colgarle un cuadro, como si fuera un abismo visual que hay
que rellenar. La mitad del mal gusto contemporáneo, el estilo “llenalotodo”,
obedece a esta compulsión.
Los espacios libres son como ausencias
dolorosas.
En efecto, parecer se que no se soporta la presencia de una
superficie lisa y llana, sea de un terreno, patio, piso, escritorio, estante o
borde de barandal, porque provoca la inquietud de que “algo falta” y la
convicción de que “todavía cabe”, de modo que instintivamente se le van
superponiendo macetas, sillones, tapetes sobre la alfombra, portalapcies,
cencieros, trofeos, el jabón del hotel de la Semana Santa, radios, cristal de
Bohemia, velas, muñequitos del subcomandante Marcos, teléfonos, ¡Holas! Y
Procesos, cajas de Kleenex y el control remoto de la tele.
No es
que uno tenga cosas y las ponga en algún lugar, sino que uno tiene lugares y
les pone alguna cosa. Si en la cocina quedan 15 centímetros cuadrados, hay que
comprar otro Tupperware. Y cuando por fin todos los agujeros del espacio están
convenientemente clausurados, entonces se pone música para llenar el hueco del
aire y se inventa alguna actividad para llenar el hueco del tiempo.
Un
frasco de champú no es un frasco de champú, sino el taponcito de un hueco en el
baño; una foto de la abuelita no es una foto de la abuelita, sino un desahuecamiento
puesto en la sala; la mayoría de los libros no son libros, sino cuñas entre
cuñas para tapiar libreros. Los objetos que se denominan “Adornos” son lo que
mejor se utiliza para recubrir espacios; se reconoce que son adornos porque
nunca nadie se ha detenido a verlos y, por ende, no importa de qué se traten.
La función actual de los objetos es tapar oquedades, aunque parezca que sirven
para algo más.
Los objetos de la desoquedad se llaman
“inutensilios”.
Por
eso, los verdaderos templos de la posmodernidad son las grandes tiendas y los
supermercados. Ahí la gente encuentra la paz de espíritu, porque están llenos,
y todo aquel que entra, sale con una reliquia, aunque sea un frasco de
mayonesa, porque recordó, con susto y culpa, que todavía cabe y, por lo tanto,
lo necesita.
Los lugares desocupados son como faltas
cometidas.
La
proliferación de miniaturas, desde las figuritas de los corn flakes hasta las
laptops de IBM, significa que los huecos que van quedando son cada vez más
pequeños, como si la cultura se aproximara al ideal de que no quede hueco
alguno, al sueño de un mundo completo: es la saturación.
Cualquier ciudad, casa, clóset o bolso de
mano muestra que ya no queda oquedad que obturar; sin embargo, el miedo no ha terminado,
porque, perversa y paradójicamente, la saturación de objetos produce un hueco
en el alma. Ciertamente, una pared blanca tapizada de cuadros,
pósters, cuadritos, diplomas, cuadrititos y tarjetas postales, vuelve a ser
otra vez una especia de superficie plana y vacía, sólo que ahora inllenable.
La
saturación es un hueco al revés que se siente dentro de uno mismo, y por eso la
gente de hoy toma vitaminas, para ver si así llena el hueco del ánimo. Debiera
ser extraño, pero se entiende que en esta cultura superrepleta de cosas,
hiperretacada de objetos, la gente diga que siente un vacío por el rumbo del
corazón, un hastío, un sin sentido, como si algo le faltara. Es otra vez esta
oquedad, y ahora sí quién sabe cómo vamos a taparla.
Fernández, Pablo.(2005) La velocidad de las bicicletas y otros
ensayos de cultura cotidiana. Vila editores. Mexico.
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